Marco Tulio Ciceróna (Arpino, 3 de enero de 106 a. C.-Formia, 7 de diciembre de 43 a. C.) fue un político, filósofo, escritor y orador romano. En su obra filosófica «De natura deorum» (Sobre la naturaleza de los dioses) del siglo I A.C, Cicerón explora en un diálogo contundente, las diferentes concepciones de los dioses y la religión de sus tiempos. La obra se presenta como una plática entre un grupo de epicúreos, estoicos y académicos que discuten poco a poco las teorías filosóficas de sus entornos.
CAPITULO 1
1. Hay en la filosofía un gran número de cuestiones que no han sido todavía en modo alguno suficiente o adecuadamente explicadas; pero como tú, Bruto, sabes muy bien, la cuestión de la naturaleza de los dioses, que es de gran belleza e interés para el conocimiento del alma y absolutamente necesaria para regular la religión, es particular mente difícil y oscura. Sobre ella son tan varias las opiniones y doctrinas de los hombres más sabios y tan discrepantes que ello constituye un fortísimo argumento a favor de la creencia de que el origen y el punto de partida de la filosofía está en la ignorancia y de que los Académicos obraron con mucha prudencia al rehusar dar su asentimiento a las cosas inciertas: ¿qué cosa hay tan temeraria y tan indigna de la dignidad y seriedad del sabio como el sostener una opinión falsa o defender sin ninguna vacilación una cosa que no se basa en un detenido examen, comprehensión y conocimiento?
2. En cuanto a la cuestión presente, pongo por caso, la mayor parte de los filósofos ha dicho que existen los dioses, y este es el punto de vista más probable y aquel a que nos conduce y guía la naturaleza; pero Protágoras dijo que él personalmente lo dudaba, mientras que Diágoras de Melos y Teodoro de Cirene sostuvieron que no había dioses en absoluto. Por otra parte, los que afirmaron la existencia de los dioses difieren y discrepan tan ampliamente entre sí que resultaría una tarea real mente molesta hacer un recuento de sus opiniones. Muchos son, en efecto, los puntos de vista que se han propuesto acerca de la figura externa de los dioses, sobre los lugares en que habitan y sus sedes, así como acerca de su forma de vida, y sobre todos estos puntos se discute con gran variedad y de sentencias por parte de los filósofos; pero, en cuanto a la cuestión que viene a encerrar prácticamente todo el meollo de la discusión, el saber si los dioses están completamente ociosos e inactivos, sin tomar parte alguna en la dirección y gobierno del mundo, o si, por el contrario, todas las cosas fueron creadas y ordenadas por ellos en un comienzo, y son controladas y conservadas en movimiento por ellos a través de toda la eternidad, es ahí donde se encuentra la máxima discrepancia; y, mientras no se llegue a una conclusión en este punto, los hombres habrán de continuar moviéndose en medio de la más honda incertidumbre y en medio de la ignorancia de cosas de la máxima importancia.
CAPITULO 2
3. Pues hay y ha habido filósofos que afirman que los dioses no ejercen ningún control absolutamente sobre los asuntos humanos. Pero, si su opinión es verdadera, ¿cómo puede existir la piedad, la santidad y la religión? Porque todos estos son tributos que hemos de rendir, con pureza y santidad, a los poderes divinos solamente en la hipótesis de que ellos llegan a conocerlos o advertirlos y de que los dioses inmortales han prestado algún servicio a la humanidad. Mientras que si, por el contrario, los dioses no tienen poder ni voluntad de ayudarnos, si no nos prestan ninguna atención y no tienen noticia alguna de nuestras acciones, si no pueden ejercer absolutamente ninguna influencia sobre la vida de los hombres, ¿qué motivo tenemos para dirigir ningún culto, honor o plegaria a los dioses inmortales? La piedad, no obstante, igual que el resto de las virtudes, no puede existir en una simple apariencia ficticia y simulada; y, junto con la piedad, tienen que desaparecer de igual manera la veneración y la religión. Y, una vez eliminadas estas cosas, la vida es toda ella en seguida perturbación y confusión.
4. Y no sé si, una vez eliminada la piedad para con los dioses, no va a desaparecer también la fidelidad y la unión social de los hombres, y aun la misma justicia, la más excelente de todas las virtudes. Hay, sin embargo, otros filósofos, y precisamente los más eminentes y notables, que creen que todo el mundo está regido y gobernado por la inteligencia y la razón divinas, y no solamente esto sino también que la providencia de los dioses vela sobre la vida de los hombres; pues consideran que los granos y los demás frutos que produce la tierra, y también el clima y las estaciones y los cambios de la atmósfera, gracias a los cuales todo lo que la tierra produce madura y llega a ser fecundo, son un don de los dioses inmortales a la especie humana; y añaden a esto otras muchas cosas —que serán recogidas en estos libros— de tal naturaleza que parecen casi haber sido expresamente fabricadas por los dioses inmortales para el uso de los hombres. El modo de pensar de estos filósofos fue ampliamente atacado por Carnéales, de tal forma que suscitó en las personas de espíritu activo o no perezoso el afán de descubrir la verdad.
5. No hay, de hecho, ninguna cuestión sobre la cual exista una divergencia tan enorme de opiniones, no solamente entre las personas ineducadas sino también entre los hombres instruidos; y las opiniones planteadas son tan diversas y discrepantes entre sí que, si bien existe sin duda la alternativa posible de que ninguna de ellas sea verdadera, es ciertamente imposible que sea verdadera más de una.
Seguir Leyendo: La Naturaleza de los Dioses