El mundo, no podría ser de otro modo, continúa con sus sacudidas. Y esos tropiezos le sirven de poco. Desde hace rato que el clima advierte su pesadumbre, la hambruna, los conflictos raciales, las guerras, los flujos migratorios, no hay panorama que no amenace con malas noticias, y nos referimos a aquellas circunstancias que son determinantes para fortalecer la cervical de la humanidad, que no es otra que su conciencia. Ya sabemos el categórico desequilibro que la habita. Hay un aspecto que, por sus devaneos interpretativos, orbita en lo relativo: la libertad.
¿En qué la hemos convertido? Tanta orgia libertaria, tanto conjuro emancipador, tanto desprecio por las cosas que no me identifico, que el hombre no se ha sometido a ella simplemente porque la ignora. La desconoce. Cree que es sinónimo de autodeterminación, que en ella habita un ser humano dispuesto a dar una lucha contra las fuerzas del mal, pero no renunciado ni sanando a sus ahogos cotidianos.
Así como Kundera se refirió la levedad del ser, convendría tener presente la densidad de la libertad. Sobre todo, y por encima de cualquier inferencia academicista, la libertad que está sujeta a un desarrollo espiritual de elevada consciencia. Ese albedrío que define mi postura interna, que me hace más libre en cuanto postulo no una dispersión de desafíos ontológicos, sino, la determinante que va tras las huellas del ser, del autoconocimiento. Y esa libertad no produce las turbulencias que marcan el panorama guerrerista del planeta.
«Somos libres para explotarnos, mancillarnos,
subvalorarnos, para dominar desde
distintas tribunas, el conocimiento despótico, inútiles
virtudes, esa libertad individual y colectiva…»
Somos libres para explotarnos, mancillarnos, subvalorarnos, para dominar desde distintas tribunas, el conocimiento despótico, inútiles virtudes, esa libertad individual y colectiva encarcelada, contestaría, sumisa y consumista, aliada de la perversión, porque aun dejando al hombre como juez de su propia felicidad, su selección sería un desacato, pues siempre apunta a la peor opción.
De lo contrario, quién podría considerar que la verdad última es el estado de cosas que vivimos, oímos y hasta, sufrimos. Sí, libertad de elegir, aunque estés imbricado en un atolladero donde te crees infalible. La reproducción de la libertad, la repetición entre las repeticiones, perdida entre las breñas y la maleza de signos. Libertad que aún no ha llegado ni llegará a un estado absoluto de interpretación, dotada de principios y carente de principios, el desdoblamiento infinito hacia la negación.
Baudrillard, a quien nunca le faltó argumentos para desmostar los mitos sociales, decía en La transparencia del mal, que nada, “ni siquiera Dios, desaparece ya por su final o por su muerte, sino por su proliferación, contaminación, saturación y transparencia, extenuación y exterminación, por una epidemia de simulación, transferencia a la existencia secundaria de la simulación. Ya no un modo fatal de desaparición, sino un modo fractal de dispersión”.
Es la razón por la cual la libertad desapareció mientras está desmembrada, jugando una farsa con las variedades que manifiesta su rostro, y como nada refleja, la humanidad no puede ocuparse de ella como no sea para disecarla y exhibirla en los museos de la memoria. Saltan las densidades, y la tenue condición de esa libertad que nos asiste cuando nos interpelamos. Ya no es la peor opción, es la única opción. La alteridad. Otro después de tanta confrontación externa.
«Hay que salir del desasosiego, de la inquietud
que provoca la estabilidad emocional del
hombre dormido, y aprehendido a una libertad
que no reproduzca la estratagema de esa felicidad...»
No es libertad para hacer el bien o el mal, es para situarnos en un lugar desde donde podamos hacer clic con el empalme de los circuitos de luz. Definirnos a través de constantes espirituales. La abundancia de todo nos atropella ese propósito, pero, dentro del maremágnum, ese grito de libertad no está condicionado por las modas, ni las alteraciones que el mundo nos permite ser. Hay que salir del desasosiego, de la inquietud que provoca la estabilidad emocional del hombre dormido, y aprehendido a una libertad que no reproduzca la estratagema de esa felicidad que se amontona en los centros comerciales.
La sociedad íntima es lo más parecido a la concreción de lo que nuestra voluntad nos exige. No cualquier voluntad. Sociedad con nosotros mismos, no con un enlatado de nerviosismos e impaciencias. En ese riguroso énfasis, en elegir lo justo — porque la libertad será tanto menos densa cuanto más entren en juego una voluntad educada en el servicio y la entrega y las facultades del espíritu – es donde se fragua un auténtico principio de libertad, la que está por encima de toda confabulación individual o colectiva.: libertad para ser.
Fuentes: La transparencia del Mal. Ensayo sobre fenómenos extremos. Baudrillard, Jean. Ed. Anagrama. 1991.