“La civilización es, entre otras cosas, el proceso por el que las primitivas manadas se transforman en una analogía, tosca y mecánica, de las comunidades orgánicas de los insectos sociales.”
Aldous Huxley.
Sw. Kalagnianada / SKY Ecuador
Amanece en el valle de Paute, Provincia del Azuay, Ecuador. La mañana es fresca y soleada. La aurora ilumina las gotas de rocío. Vistas de cerca, son espejos infinitos de reflejos fractales. Los campos de Gypsophila parecen sembríos de nubes blanquísimas. El zumbido ensordece, atemoriza al campesino florista, que por no ser apicultor ignora si es prudente acercarse desprovisto de traje especial. Nunca hubo tantas obreras.
En la oficina de la empresa, los empleados hacen fila para hablar con el patrón. Hace 2 meses que no se trabaja y hay que tomar una decisión. Algunos han dedicado su vida entera a la empresa. Otros están tan especializados, que prácticamente es lo único que saben hacer. La cosecha no se recogerá. La flor se pudrirá en el tallo. Después se intentará salvar la mayor cantidad de plantas. La próxima cosecha sería en Octubre. Futuro incierto porque no hay pedidos. Las reservas de la empresa se agotan. Van a tener que despedir a 565 de los 600 empleados.
Remigio tiene 60 años. Gracias a su honradez y dedicación, logró mantenerse en la empresa durante 23 años. Comenzó como peón y fue ascendiendo hasta supervisor de planta. De orígenes muy humildes, aprendió a leer y escribir por un programa que ofrecía la empresa. Sus hijos estudiaron y ahora son profesionales. Se fueron todos a los Estados Unidos. Sólo queda Remigio solo. Enviudó hace un año. Sus hijos le construyeron una casa. A Remigio le quedaban escasos 2 años para jubilarse. La empresa le ha rescindido el contrato, acogiéndose a una cláusula de la ley del trabajo que contempla el cese de contrato por razones de fuerza mayor. Remigio los está demandando por despido injustificado. De ganar la demanda, la empresa debería indemnizarle con $60,000. Remigio no es el único caso. La empresa ya ha desembolsado poco más de un millón de dólares.

El ambiente en la oficina está muy tenso. La pinta del patrón no ayuda. Parece que lleva un improvisado traje de apicultor: overol blanco, guantes, casco con mascarilla y visor. Su respiración emite un sonido mecánico al entrar y salir el aire por las válvulas. No se le puede ver bien la cara al patrón. Ni la expresión de los ojos, no se sabe si está triste, nervioso, contrariado o molesto. La gente más humilde, los puros de corazón y sanos de ambición, agradecen mientras firman los documentos que los dejan formalmente sin empleo. Los de mayor «educación” amenazan con demandar y algunos incluso lo hacen. La empresa lucha por mantenerse a flote y eventualmente, poder volver a contratar a sus trabajadores. Cuando esto levante, si es que levanta.
En el almacén hay fertilizante y pesticidas para 4 meses. El patrón le ha dicho al jefe de almacén que devuelva todo; que por suerte no se había pagado el producto, ya que contaban con crédito por parte de los proveedores. Los campos no han sido rociados con pesticidas, por eso han vuelto las abejas. Las obreras llegan tempranito, al despuntar el alba, beben del rocío que las multiplica en infinitas fractalidades. Inundan el ambiente de un zumbido que resuena como el OM. Se sacian de néctar. Las colmenas a punto de estallar. El patrón mandó a recolectar la miel. Son kilos y kilos de miel pura y dorada, dulce como el amrita.
El silencioso valle tornasolado por el crepúsculo. Las nubes del horizonte se entremezclan con los campos de Gypsophila. La escena es preciosa, su paleta naranja violeta complementaria. Un atardecer memorable. Sólo el patrón contempla, le pesa la soledad de saberse solo. Sobre sus hombros la empresa. En su consciencia, la gente.