No hay conducta humana tan desprovista de vida, como la indiferencia. Cuando se asoma, se condena. El gusto por no asumir posición alguna en las grandes circunstancias de la vida, deja al hombre huérfano de luz. Esa impureza marca un destino, y define una manera de ver las cosas que imposibilita la opción de mantenernos alerta frente a las amenazas que danzan día a día en el panorama universal.
Se ha instalado con impunidad en todos los pliegues de la sociedad. Desde la más remota antigüedad ha pergeñado formas para anticiparse bien sea a los hechos, bien sea al trato diario, o a cualquier horizonte que suponga una aproximación a la toma de decisiones. Sostenerla implica asumir un estado, cuando no de soberbia, sí de completa inmodestia. ¿Qué ocultamos o de qué nos ocultamos cuando negamos la opción de defender una causa?
No nos referimos aquí a los matices que adornan a la cotidianidad. El estado de ánimo de una persona cuando no siente rechazo ni atracción por algunas eventualidades. Esa impasibilidad que es común a la baja autoestima, aunque también se ha estudiado como refugio, es negadora de prosperidad. Es decir, construimos una burbuja, nos defendemos y resguardamos de la mirada de los otros.
El lenguaje de la indiferencia es el que ha logrado la meta deseable de la oscuridad; ser cada vez menos rebelde. Las grandes estufas ideológicas transmiten esa idea que a su vez plasman un tejido donde toda idea de crecimiento muere poco a poco. Los medios se encargan de fecundar la asignatura y fortalecer al imperio. El afán reproductivo de las redes, su fantasmal juego de la pluralidad, distorsiona el concepto de libertad y te cubre con un manto de insolente confusión.
No hay Estado soberano, en la actualidad, que no mire con indiferencia algo por lo que, en algún momento, deberá fijar posición. Los ejemplos sobran, y van desde la inmigración y los peligrosos efectos que genera cuando los países receptores se vuelven intransigentes, el hambre planetaria, hasta los conflictos bélicos. La indiferencia integra una de las gemas de la corona de la inconsciencia humana.
En este despliegue de actitudes, de repeticiones, de mimetismo estructural, hay un elemento que no se ve, pero que está allí latente, metamorfoseado quizás en marcas, protocolos, normativas, decretos y afines, como si se tratara de evangelizar a través de la apatía, de la neutralidad, de la indolencia. Se trata de un tipo de poder.
Nada interviene tanto a las corrientes de opinión, nada modifica tanto la visión cognitiva de los colectivos, como los tres pilares de la persuasión, ethos, pathos y logos. En el logos, el discurso y la forma de argumentar. La lógica Aristotélica no ha cambiado la ambición del hombre. Transmitimos lo que queremos con fines preestablecidos. Lo obvio encanta y desencanta.
El investigador argentino, Sergio Carlos Staude, se aproximó al tema con un rotundo ensayo que tituló La indiferencia como instrumento del poder. Comienza su elaboración corriendo un velo determinante que contiene efectos disuasivos. “Instalar la indiferencia la dramática anulación de afectos y de convicciones personales. Establecer la indiferencia respecto del ejercicio del poder y, en particular, de los modos y excesos mediante los cuales este se logró, constituye un instrumento de gran eficacia”.
No cabe la menor duda de que su eficacia la decreta el nivel de conciencia del ser humano, y de las sociedades. El éxito de su avance es la victoria de la insensatez. La inmovilidad es un signo de desdicha que describe el grado de morosidad que tiene la humanidad con los temas que la sacuden permanentemente. Y no es que el estado natural del hombre sea el de postular un punto de vista a favor o en contra, sino más bien, de ponderar, de valorar conscientemente, lo que su afligido conocimiento no logra desglosar por falta de esa energía que ha sido trastocada por tanta distracción.
El pathos (emoción, sensaciones, empatía, sentimientos), y el ethos, (respeto, fidelidad, confianza, credibilidad) se equilibran de manera que la acción del hombre promueva una idea, ya decantada, de su virtud a la hora de las definiciones, y no a través de su manipulación con la finalidad de inducir su propia autodestrucción. Cierto, el logos (temas, datos, lenguaje) también nos conduce, y participa de esa indiferencia.
¿Cómo hacer para que la indiferencia no sea un recurso del poder? Despertar, en principio. Y, despertar espiritualmente.
muy buen artículo, lamentablemente muchas sociedades actuales incluyendo países de latinoamérica tienen a su población sumidos en una especie de sueño perenne, la capacidad de reacción ha sido cercenada bajo los abusos de poder incluyendo el miedo el cual se maneja a veces de una forma sutil y a veces de una forma muy impactante, el callar los medios, las amenazas a la libertad de cualquier tipo y a la vida han ido mermando la capacidad de sus pobladores a la crítica y como dice el artículo a la rebeldía, dejándolos en una posición indefensa y con un pensamiento común de «mejor dejamos las cosas así, para evitar problemas»
Una de las varias objeciones al sistema capitalista, desde sus orígenes y hasta nuestros días, y aún más en esta época de neoliberalismo rampante, es la de que estos sistemas económicos con todas sus variantes, desconocen lo que es la «solidaridad» y la compasión, ya que por el contrario sus estrategias se basan en la acumulación, crear divisiones y clasificaciones, con las cuales pretenden invadir todos los ámbitos de nuestra existencia.
Es así como la indiferencia a perneado todo , la familia las relaciones personales y aún peor nuestra indiferencia a reconocer el Ser en nosotros
Me encantó el artículo,y lamentablemente estamos viviendo la roca de la indiferencia ,hay que despertar ya.
La indiferencia es un recurso del poder. Ésto me queda claro, me convencieron los argumentos expuestos. La indiferencia es la marca del poder que divide y separa, que controla y desinforma, que impide la interacción libre, que siembra miedo y dolor.