¿Quién, de los que se toman su tiempo en leer este texto, ha sentido alguna vez estar recorriendo un laberinto? Salimos del vientre materno y no sólo se nos corta el cordón umbilical, fuente de la vida y conexión con la Madre, sino que se rompe el hilo de plata que nos une a la conciencia de nuestro Padre creador. Se nos instala el velo de Maya y comienza el periplo al que conocemos como vida. Otra más.
Desde que fuimos expelidos de la fuente hacia el vasto universo de la creación, la existencia toda se puede comparar a un laberíntico viaje a través de infinitas galaxias, dimensiones, planos, sistemas estelares y planetas. Con cuerpo físico, sustancia astral, átomos lumínicos agrupados por una conciencia del Ser; hemos pasado eones acumulado experiencias que forman una memoria individual, dentro de la gran memoria universal.
El humano busca siempre arquetipos que refieran su experiencia y le sirvan de compás a la hora de querer encontrar sentido a su vida. Casi siempre representaciones fractales de lo que su misma existencia ha trazado. El laberinto, según el diccionario de símbolos de Juan Cirlot, es una construcción arquitectónica sin aparente finalidad, de complicada estructura y de la cual es muy difícil salir una vez se entra en ella.
Con qué finalidad se construyen entonces los laberintos. El más famoso del mundo occidental, el de Creta; se construyó para contener al minotauro. Especie de calabozo sin salida aparente, pero que, gracias a la astucia de Ariadna, se pudo descifrar. En el antiguo Egipto, uno de los más famosos es el laberinto y la tumba de Imhotep, llamado “Laberinto de Amenemhat III” (1800 A.C.). Se piensa que fue construido para ahuyentar a los ladrones de tumbas, ya que sólo a través de él se tiene acceso a las cámaras funerarias. Pero en realidad tenía una función mucho más esotérica y profunda.
Heródoto lo describe como un complicado palacio que contaba con 35.000 habitaciones, la mitad de ellas en la superficie y la otra mitad subterráneas. Era un complejo amurallado, donde una de las paredes desaparecía bajo las aguas de un lago. Los egipcios le llamaron “el templo a la entrada del lago” y los griegos lo tradujeron como Labyrinthos. Quizás este laberinto egipcio sirviera de filtro a la entrada de un templo iniciático, donde miles de estudiantes del Gran Misterio venían a formarse en las ciencias del Ser.
El laberinto bidimensional, representado gráficamente para ser recorrido mentalmente; es un constructo que ofrece la posibilidad de desarrollar la capacidad de toma de decisiones. La vida misma está llena de encrucijadas y caminos. Futuribles posibles que decidimos tomar o no, según nuestro propio nivel de consciencia y habilidad de discernir. Rectificar un camino erróneo es un acto de valentía. Despertar es darse cuenta del laberinto, recordar y emprender la búsqueda de la salida. El retorno solo es posible si encontramos esa luz interior. Los dormidos caminan el laberinto con los ojos vendados. Abrir los ojos es sólo el comienzo y el retorno se hace expedito si damos con la gracia de quien conoce el laberinto y nos toma de la mano para guiarnos a la salida.
En -El libro de los laberintos: historia de un mito y de un símbolo– Paolo Santarcangeli nos brinda las siguientes luces: “En realidad, los símbolos esenciales del hombre y los mitos antiguos que los expresan, poseen una fuerza primigenia que está como enraizada en la profundidad del alma, a la que no dejan de atraer y conmover, aun cuando en apariencia los mitos ya no posean la carga sagrada ni la energía espiritual que acompañaron su nacimiento”.
Fuentes Consultadas: