En la imaginación colectiva del siglo XXI la ciencia ha sido popularizada como sinónimo de una visión estrictamente materialista de la existencia y el conocimiento.[1] Esta visión, llamada cientificismo, rechaza radicalmente cualquier forma de metafísica, afincándose firmemente en el supuesto que la naturaleza del mundo es física y, consecuentemente, que las únicas preguntas válidas son aquellas que refieren a aspectos físicos observables (en tercera persona).
El éxito que ha tenido la ciencia en “[extender] la esfera de influencia de la voluntad humana (tecnología)”[2] explica en buena parte la influencia de la visión cientificista, que presenta la capacidad manipulación del mundo físico como prueba decisiva de la verdad de sus supuestos. La obnubilación que han creado estas crecientes capacidades ha resultado en una desatención de otras áreas de la cultura y el conocimiento,[3] y ha servido de base legitimadora para aquellos que han elegido hacer de su manifiesto una cruzada negadora de toda verdad en la religión o la espiritualidad.
La implicación más devastadora de este proceso ha sido la fría proclama nihilista de la ausencia de propósito o sentido subyacente en el universo manifiesto. Los escritos de Dawkins son representativos en este sentido. Escribiendo con ferviente militancia cientificista sobre las implicaciones de la teoría de la evolución, Dawkins afirma que el único propulsor del universo son las “fuerzas ciegas de la física […]. La selección natural, el proceso ciego, inconsciente, y automático que Darwin descubrió, y que sabemos es la explicación para la existencia y del aparente propósito de toda la vida, no tiene ningún propósito en mente.”[4]
La conclusión promulgada por el cientificismo es que toda forma de trascendencia debe ser eliminada, una postura que nos lleva a reemplazar “los grandiosos y viejos errores metafísicos por unos infinitamente más ingenuos y mezquinos”.[5] Los viejos errores matafísicos incluyeron el dogmatismo y la negación de la evidencia empírica del pensamiento religioso, pero nunca el abandono de la intuición de la trascendencia del ser humano y del universo manifiesto, ni de la necesidad de recurrir a otros planos más allá de los sensorialmente experimentables para avanzar todo propósito de conocimiento, humano o divino.
Al renunciar desde su premisa a cualquier forma de trascendencia de lo físico, el cientificismo da un portazo a la exploración de fenómenos fundamentales de la experiencia humana, primero entre ellos, el de la consciencia.[6] Y más allá, desactiva el potencial de desarrollo y despertar de la consciencia que habita en el maravillamiento que surge de atisbar la unidad y la perfección a través del estudio empírico del mundo. La belleza, la elegancia, y la simplicidad son valores por excelencia de la ciencia en su estado más sublime, pero su poder transformador queda neutralizado por la ingenua premisa negadora del cientificismo.
La ciencia no siempre fue cientificismo, y no guarda en si la negación que ha hecho creer al público moderno que es incompatible con la espiritualidad profunda. Históricamente, filósofos naturales que hicieron contribuciones fundamentales al desarrollo de la ciencia experimental, consideraban que el estudio de la naturaleza (el mundo físico) era la lectura de uno de los dos libros del conocimiento.[7] lectura que permitían avanzar la comprensión y exploración de la naturaleza divina. El segundo libro eran las escrituras sagradas. Su visión de mundo era que el uso de nuestras capacidades lógicas y de observación empírica nos asoman a las verdades trascendentes. Este hecho histórico desmiente que el éxito de la ciencia dependa de la premisa centificista.
Para quienes viven la ciencia dentro de esta tradición amplia y libre, el deslumbre resultante de acceder a la elegancia y la simplicidad del universo creado es una vía para movilizar las fibras del sentimiento que alientan la fe, no como creencia mental dogmática, sino como sentir experiencial que surge de acceder directamente a los ecos de la unidad que subyace el universo manifiesto. Ese es el potencial del que hacer científico que no ha renunciado a la trascendencia, y que reconoce el inextricable imbricamiento entre metafísica y ciencia.
Fuentes consultadas
[1] Philip Goff, Consciousness and Fundamental Reality (Oxford: Oxford University Press, 2017).
2 Erwin Schrödinger, My View of the World, trans. C.J. Davie (Cambridge: Cambridge University Press, 1964).
3 Op. cit. Schrödinger (1964).
4 Richard Dawkins, The Blind Watchmaker: Why the Evidence of Evolution Reveals a Universe Without Design (New York: W. W. Norton & Company, 1986).
5 Op. cit. Schrödinger (1964).
6 Op. cit. Goff (2017)
7 Laura J. Snyder, The Philosophical Breakfast Club: Four Remarkable Friends Who Transformed Science and Changed the World (New York: Broadway Books, 2011).
