He aquí un breve relato de El Juego del Rescate, primer episodio de la densa autobiografía del francés Thomas Merton (1915-1968) titulada La montaña de los siete círculos. Escritor, monje católico, místico, activista social, su obra influyó a Martin Luther King. Siempre enfrentó a la Guerra Fría, ese oscuro capítulo de la política internacional entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Como pacifista radical señaló que el diálogo era un arma esencial para dirimir las diferencias.
En el último día de enero de 1915, bajo el signo de Acuario, en un año de una gran guerra y a la sombra de unas montañas francesas de la frontera con España, vine al mundo. Libre por naturaleza, a imagen de Dios, fui sin embargo prisionero de mi propia violencia y mi propio egoísmo, a imagen del mundo al cual había venido. Ese mundo era el retrato del infierno, lleno de hombres como yo, amantes de Dios y no obstante aborreciéndolo; nacidos para amarle y viviendo en cambio con temor y desesperadas apetencias antagónicas.
A no muchos centenares de millas de la casa donde nací estaban recogiendo a los hombres que se pudrían en las en fangadas zanjas, entre los caballos muertos y los derrengados cañones de setenta y cinco, en un bosque de árboles sin ramas, a lo largo del río Marne. Mi padre y mi madre eran cautivos de ese mundo, sabiendo que no vivían con él ni en él, y con todo incapaces de huir de él. Estaban en el mundo y no eran de él, no porque fueran Santos, sino de un modo distinto: porque eran artistas.
La integridad de un artista eleva a un hombre por encima del nivel del mundo sin liberarlo de él. Mi padre pintaba como Cézanne y comprendía el paisaje meridional francés como Cézanne lo comprendió. Su visión del mundo era sana, llena de equilibrio, llena de veneración por la estructura, por las relaciones de las masas y por todas las circunstancias que imprimen una personalidad individual en cada cosa creada.
“Mi padre pintaba como Cézanne
y comprendía el paisaje meridional
francés como Cézanne lo comprendió”
Su visión era religiosa y pura y, por consiguiente, sus pinturas estaban sin decoración ni comentario superfluo, ya que un hombre religioso respeta el poder de la creación de Dios para dar testimonio de sí. Mi padre era un artista muy bueno. Ni mi padre ni mi madre sufrían de los mezquinos prejuicios fantásticos que corroen a las gentes que no saben más que de automóviles y de cine y de lo que hay en la nevera y en los periódicos y de qué vecinos van a divorciarse. Heredé de mi padre su manera de mirar las cosas y algo de su integridad; y de mi madre algo de su insatisfacción con la confusión en que el mundo vive y un poco de su varia capacidad.
De ambos heredé facultades para el trabajo y visión y goce y expresión que debían haber hecho de mí una especie de rey, si los ideales por los que el mundo vive fueran los verdaderos. No es que nunca tuviéramos dinero; pero cualquier tonto sabe que no se necesita dinero para disfrutar de la vida. Si lo que la mayoría de la gente da por sentado fuera realmente verdadero…, si todo lo que se necesitase para ser feliz fuese apoderarse de todo y verlo todo e investigar todas las experiencias y entonces hablar de ello, yo habría sido una persona muy feliz, un millonario espiritual, desde la cuna hasta ahora.
Si la felicidad fuera simplemente cuestión de dones naturales, nunca habría ingresado en un monasterio trapense cuando llegué a la edad de hombre.
Mis padres vinieron a Prades de los confines de la Tierra y, aunque llegaron para establecerse, permanecieron solamente allí el tiempo necesario para que yo naciera y marchara sobres mis pies; y entonces partieron de nuevo. Y continuaron y yo empecé un viaje algo largo; para los tres, uno y otro camino han terminado ahora, y aunque mi padre vino del otro lado de la Tierra, allende muchos océanos, todos los cuadros de Christchurch, Nueva Zelanda, donde nació, parecen los suburbios de Londres, pero acaso un poco más limpio.
“No es que nunca tuviéramos dinero;
pero cualquier tonto sabe que no se
necesita dinero para disfrutar de la vida”
Hay más luz en Nueva Zelanda y creo que la gente es más sana. El nombre de mi padre era Owen Merton. Owen porque la familia de su madre había vivido durante una generación o dos en Gales, aunque creo que eran originarios de las Tierras Bajas escocesas. Y el padre de mi padre era profesor de música, un hombre piadoso, que enseñaba en Christ’s College, Christchurch, en la Isla del Sur. Mi padre tenía acopio de energía e independencia.
Me contaba la vida de la colina y las montañas de la Isla del Sur, de las haciendas de ovejas y los bosques en donde había estado; y una vez, en que una de las expediciones antárticas pasó por allí, mi padre estuvo a punto de unirse a ella para ir al Polo Sur. Habría perecido helado con todos los demás, pues aquella fue una expedición de la que nadie regresó. Cuando quiso estudiar arte, hubo muchas dificultades en su camino y no le fue fácil convencer a los suyos de que ésa era realmente su vocación.
Pero al fin marchó a Londres y luego a París, y en París conoció a mi madre y se casó con ella y nunca más volvió a Nueva Zelanda. Mi madre era norteamericana. He visto un retrato suyo que representa una diminuta persona algo ligera, delgada y sobria, con un rostro serio, algo ansioso y muy sensitivo. Y esto corresponde a mi recuerdo de ella -inquieta, escrupulosa, vivaz, preocupada por mí, su hijo.
Con todo, en la familia siempre se ha hablado de ella como si fuera alegre y de muy buen humor. Mi abuela conservaba grandes rizos del pelo rojo de mi madre, después de muerta, y su risa feliz de colegiala nunca había cesado de resonar en la memoria de mi abuela.
“Las iglesias y la religión formal eran
cosas a las que mi madre no daba
demasiada importancia en la
educación de un hijo moderno”
Me parece, ahora, que mi madre debe de haber sido una persona llena de sueños insaciables y grandes anhelos de perfección: perfección en el arte en la decoración de interiores, en el baile, en la dirección de la casa, en la educación de los hijos. Acaso por eso la recuerdo principalmente como preocupada, ya que la imperfección mía, de su primogénito, había sido una gran decepción.
Si este libro no prueba nada más, mostrará ciertamente que no fui el hijo soñado de nadie. He visto un diario que mi madre escribía, durante mi infancia y primera niñez, y refleja asombro ante el desarrollo obstinado y al parecer espontáneo de aspectos completamente imprevisibles en mi carácter, cosas con las que nunca ella había contado.
Por ejemplo, una profunda y grave tendencia a adorar la luz de gas de la cocina, con no poca veneración de ritual, cuando yo tenía solamente cuatro años. Las iglesias y la religión formal eran cosas a las que mi madre no daba demasiada importancia en la educación de un hijo moderno, y mi creencia es que ella pensaba que, si yo era abandonado a mí mismo, llegaría a ser una especie de deísta simpático y tranquilo y nunca sería pervertido por la superstición.
Mi bautismo, en Prades, fue casi ciertamente idea de mi padre, porque él había crecido con una fe profunda y bien desarrollada, según las doctrinas de la Iglesia de Inglaterra. Pero no creo que hubiera mucho poder, en las aguas del bautismo que recibí en Prades, para enderezar el desvío de mi esencial libertad, ni para liberarme de los demonios que como vampiros se posaban sobre mi alma.
Hermoso relato , claro y simple . Me parece estar viendo lo que tan bien cuenta . Muy interrsante