Existe una enorme distancia entre lo que cada quien sabe de sí mismo, lo que proyectamos hacia lo externo y lo que pueda ser percibido y expresado desde ese externo hacia nosotros. Partiendo desde una perspectiva de unidad, acortar esa distancia implicaría un arduo trabajo de autoconocimiento.
Un buen punto de partida para esta exploración es entender que hay una estrecha conexión entre el nombre que nuestros padres escogieron para nosotros, la identidad propia y el sentido de sí mismo. Esto ha sido ampliamente estudiado desde muchas perspectivas y visiones, como la de la Psicología. Desde la perspectiva psicológica, se ha dicho que el nombre que se le da a una persona influye en la identidad que desarrolla.
El psicólogo turco Muzafer Sherif, uno de los fundadores de la psicología social, y el investigador estadounidense Hadley Cantril, consideraron que el niño aprende su nombre y su entorno, y los integra como aspectos que lo definen, lo que constituye un punto focal desde donde desarrolla su identidad.
Sin embargo, más allá de los juicios de carácter psicológico, e incluso los esotéricos, se da un curioso impulso doméstico que obliga a los padres a llamar a los hijos por una sucesión de nombres que busca remarcar una línea ancestral o busca asir los sueños no cumplidos en ellos, y que son proyectados hacia el hijo. A veces repiten los nombres de pila y cuando el niño crece, no solo no le gusta, sino que va comprendiendo que su identidad o formas de abordar la vida van en contraposición de su núcleo familiar.
Como dice el médico psiquiatra argentino Juan Eduardo Tesone, en su artículo Y vos, ¿cómo te llamás?, nadie escapa al nombre propio:
El nombre es a la vez un derecho del niño y una institución, la única institución que individualiza en un acto de reconocimiento, relacionada con las funciones simbólicas de la maternidad y paternidad. Nombrar es hacer entrar al niño en el orden de las relaciones humanas. Elegir, dar un nombre a un niño, es hacerle una donación de una historia imaginaria y simbólica familiar. Esa donación lo inserta en la continuidad de una filiación, lo inscribe en los linajes materno y paterno, hilo de Ariadna transgeneracional que le indica un camino, pero no lo traza de antemano, dado que el nombre hace de ese sujeto un ser irremplazable que no se confunde con ningún otro miembro del linaje.
Podríamos decir que el nombre es parte de la fragmentación característica de estos planos, en los cuales nos identificamos e individualizamos; y es característica de nuestra particularidad como seres injertos en un sistema familiar, así como lo son las creencias, tradiciones y costumbres que impregnamos desde el núcleo consanguíneo, como atributos de singularidad que nos hacen diferenciarnos de los demás.
El nombre es la base de la autoconciencia, el inicio del autoconocimiento y de la sanación de una línea atávica a la que luego se renuncia de manera consciente y amorosa, con el pecho lleno de agradecimiento por las tareas de crecimiento que implicaron y en función de autoconcebirse y gestarse para un nuevo nombramiento, el que se aspira y el que representa aquello que queremos ser, que ya somos en algún punto del espacio-tiempo, en el que ya fuimos pero que olvidamos.
Fuente:
https://ans-names.pitt.edu/ans/article/download/1021/1020
https://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-180355-2011-11-03.html
ONS! Excelente reflexión! muchas gracias!
Bellisimo articolo swami. un abrazote