James Turrell desafía al color, y esa sistemática rebeldía no parece un ejercicio de profanación a las formas. Es, ante todo, una calculada fe por lo que preconiza. Este artista plástico californiano, nació en 1943. Estudió percepción psicológica, matemáticas, geología y astronomía además de Artes Visuales. Está atiborrado de signos. Sus obras son esencialmente instalaciones que combinan luz, color y arquitectura.
Gran parte de sus trabajos son a escalas arquitectónicas. Es la razón por la cual sus proyectos le llevan años para su conclusión. Surgen de estudios cartográficos de la zona donde serán concebidos junto a un sutil y exhaustivo seguimiento del recorrido de la luz solar a lo largo de los días, pero también de las estaciones durante el año.
Su mayor obra aún se encuentra en construcción. Desde 1974, que es el más grande jamás creado en términos de dimensiones, realizado en un cráter extinto en el que se puede observar estos cambios de la luz según la época del año. En una de sus partes o salas, hay dispositivos alineados en los que se puede divisar la influencia de la luna, su reflejo de luz, en períodos de años.
De su actividad como piloto, de la experiencia de estar en medio de las nubes, realiza una serie de instalaciones donde el espectador pierde la perspectiva, la percepción de los límites del espacio en el que se encuentra y vive un episodio en el que se propicia un desafío a los sentidos y la mente y tal vez una mirada introspectiva y meditativa.
En una ocasión Turrel dijo que le interesan mucho los monoteísmos, “desde Akenatón, que protagoniza ese breve período tan apasionante en la historia egipcia. Las religiones orientales, el brahmanismo, el budismo. Todos rendían culto a las estrellas y todos ‘esperaban’ una venida predecible a través de cálculos astronómicos”.
De este modo, en un orden espiritual, desde la comprensión de estas culturas, Turrell, mediante sus obras, propone al espectador, percibir hacia afuera, lo que está ante sus ojos, sus sentidos, pero también propicia una mirada interna en cada visitante. “La luz pone en relación lo material y lo inmaterial, lo visto y lo no visto. También la tierra y el cosmos y su encuentro”.
En una primera instancia, pareciera, que somos incapaces de percibir plenamente. Quizás, porque somos presa de los sentidos, no podemos ver o sentir más allá de estos. Es así como, a través de sus instalaciones, el artista invita al espectador a adentrarse en sí mismo y ver todo aquello que conoce pero que seguramente no sabe que conoce.
Nos alerta de los contenidos que tenemos pero que no vemos, de los cuales normalmente desconfiamos cuando se manifiestan ante nosotros. Además, nos plasma parte de aquello que el alma tiene acceso a través del recuerdo y nos recuerda que somos seres cósmicos.
Penetrar sus piezas de arte, es una experiencia meditativa si el espectador se dispone para ello. Para ver la mayoría de sus obras, que son una construcción o dispositivo arquitectónico, se requiere ir al amanecer o al atardecer. Él sostiene que el ojo humano, tal vez porque el hombre viene de vivir en las cuevas, es más apto en el amanecer y el atardecer y es en estos momentos en los que la observación de la luz tiene mayor sentido.
¿Será esa conexión una oportunidad para tener conciencia del lugar que habitamos y de la vecindad planetaria de la que somos parte?
También son los mejores momentos para una conexión consigo mismo.
¡Que grato encontrarse con James Turrel en estas lecturas!
Tuve la oportunidad hace años de experimentarme en contacto con sus obras y eso me marcó sensiblemente, la experiencia fue totalmente íntima e introspectiva, una invitación al encuentro propio tan anhelado por nuestras almas.
Gracias Jaime por este artículo tan hermoso.