Diminutos somos, vulnerables aún más, pero con la chispa encendida. Y ese fotón es lo único que necesitamos para vibrar, bajo los efectos de una grandeza insuperable. ¿Qué nos falta por imaginarnos que mora en la creación, la indescriptible infinitud que trasciende todo respiro? Hemos visto demasiado, hemos experimentado demasiado, el recorrido entre una vida y otra, ha sido para tejer nuestra galaxia kármica, individual y colectiva, cuando la asignatura que nos demanda nuestra naturaleza divina, es destejer esos nudos que nos atan al ego. El cosmos nos enciende la memoria, y cuando observamos la magnitud de cualquier fenómeno, inferimos que es novedoso, cuando ya lo hemos palpado, pero no lo recordamos.
Recientemente se cumplieron 45 años de una fotografía que dejó perplejo a la humanidad. La luna allá, y la Tierra un poco más acá. Un mismo plano. Nunca se había registrado una imagen que acobijara a ambos planetas. Y es que antes de que la sonda espacial Voyager 1 captara esa singular reproducción, en 1977, Neil Armstrong ya había caminado sobre la Luna (1969) y, como siempre habrá un antes, en materia espacial, en diciembre de 1968 el fotógrafo Bill Anders, integrante de la misión Apollo 8, recogió la estampa terrenal más deslumbrante que haya podido trepar la psique de la civilización; ese azul y blanco, intensos, una redondez suspendida sobre la oscuridad.
Tres lienzos estelares, efectos de la energía cósmica que rige la infinitud: la Tierra vista desde el Universo, las huellas portadoras de un mensaje, y dos planetas que se balancean, no pueden sino resumir la imaginación como una exigencia del alma. La razón ha estado calibrando la manera de observar el entorno, de encerrarnos en nosotros mismo, anudando la vida entorno a lo que solo percibimos. ¿Por qué nos conmueve las imágenes del cosmos, si de allí venimos?
Esa imagen de la Tierra y la Luna, en perfecta armonía sideral, la estética cósmica, en la actualidad podría pasar como una repetición dentro de las repeticiones, o a hartazgo estelar, o una estrategia para ratificar los propósitos que están en plena efervescencia en las agendas que promueven los cultores de encubrimiento de verdades esenciales. Sabemos que la percepción de esa invulnerable realidad es el brillo absoluto que anida en nuestro interior.
Esa imagen de la Tierra y la Luna, en la que nos manifestamos, fue la consecuencia impensable del ser humano, cuando decidió mirar hacia atrás, y reconocer aquellas densidades, y no la laboriosa entrega de la tecnología espacial. Lo importante aquí es que el hombre no estaba en retirada, sino que afianzaba su memoria, irrumpió la luz de su conciencia y emergió la toma. Ya estaba fijada desde la creación, en su memoria.
Venimos de esa hojarasca cósmica, y no es extravagante deducir que, hoy, a 45 años de esa relampagueante imagen, el hombre cósmico ha hecho poco para comprender lo que significa su juego, el juego del entendimiento, de esas cualidades que lo dotan de sabiduría, de divinidad, básicamente, de amor. Que la creación lo haya dotado no significa que sean recursos que utilice para su evolución. Más bien, los emplea con fines contrarios a su naturaleza.
Cuando el hombre contempló por primera vez aquella manifestación de la existencia creadora ¿admitió, acaso, que había un lenguaje de la imaginación y que esa visión poética del cosmos habitaba en él? Claro, todo tiene un encanto. Desde nuestra terraza asumimos la fragilidad que somos, y nos delatamos; lo que vemos nos deleita, sin saber que la mirada al firmamento interno exhibe las claves de la evolución espiritual, que hemos soslayado por milenios, y que no se detonan por decretos domésticos.
Volvamos los ojos hacia esa deslumbrante gráfica de la Tierra y la Luna, juntos, como nunca se había visto, huidizas y magnéticas, rebosantes de energías, marcando un ritmo, siguiendo una órbita, atendiendo a un mensaje que las supera. A propósito de las sintonías tecno-científicas, el telescopio espacial Webb, ciertamente, nos ha mostrado ese mundo interior que todos insistimos en ver afuera. Todo ha sido visto y oído, y la memoria es el mejor recipiente de ese muestrario existencial.
Hola! Gracias por tanto. La lectura me hizo recordar noches de campamento en la terraza de mi casa cunado era niño!
“¿Por qué nos conmueven las imágenes del cosmos, si de allí venimos?” Y en la pregunta está explícita la respuesta: de allí venimos, aunque no lo queramos creer, aunque creamos que el contacto interestelar y miles de otras aventuras espaciales sólo sucedan en las películas. Pero donde queda entonces la sensación indescriptible de ver el cielo nocturno con incontables estrellas, con su sutil concavidad de cúpula inalcanzable? De donde surge la añoranza de aquello? Añoranza: “sentimiento de pena por la lejanía, la ausencia, la privación o la pérdida de alguien o algo queridos”. Si de allí venimos, sólo queda recordar.
Saludos!