Comentario aparte, en la actualidad la India es la quinta mejor economía del planeta, en una lista que despuntan Estados Unidos y China, mientras que Japón es el tercero del podio. Alemania es el país europeo más próspero en términos económicos. Frente a este panorama, resulta fácil pasar por alto la fragilidad y desigualdad poblacional del auge aparentemente desarrollista. Y es precisamente en este punto, entre modernidad y tradición, donde el historiador William Dalrymple enmarca las nueve historias de este libro, una de ellas versa sobre La Monja Digambara o Mataji.
LA HISTORIA DE LA MONJA
Dos promontorios de oscuro y reluciente granito, suave como el cristal, se alzan desde un paisaje densamente boscoso compuesto de platanares y dentadas palmeras de Palmira asiáticas. Amanece. Por debajo se ve el antiguo centro de peregrinación de Shravanabelagola, donde los muros desmoronados de monasterios, templos y dharamsalas se arremolinan conformando una red de callejuelas de tierra roja. Las calles convergen en un enorme estanque de abluciones rectangular. El estanque está salpicado con hojas y capullos de loto, todavía cerrados. Los primeros peregrinos se están reuniendo, a pesar de lo temprano de la hora.
Durante más de 2.000 años, esta población karnática ha sido santa para los jainistas. Aquí fue, en el siglo –III, donde el primer emperador de la India, Chandragupta Maurya, abrazó la religión jainista, muriendo a resultas de un ayuno hasta la muerte autoimpuesto como expiación por las matanzas de las que fuera responsable durante su vida de conquistas. Mil doscientos años más tarde, en 981, un general jainista encargó la estatua monolítica más grande de la India, de más de 18 metros de altura, en lo alto del más alto de ambos promontorios, Vindhyagiri. Se trataba de una imagen de otro héroe regio jainista, el príncipe Bahubali. Este príncipe peleó en un duelo con su hermano Bharata por el control del reino paterno. Pero al obtener la victoria, Bahubali comprendió la falsedad de la codicia y la transitoriedad de la gloria mundana.
Renunció a su reino y en lugar de ello abrazó el sendero del asceta. Se retiró a la jungla y se quedó meditando durante un año, de manera que las enredaderas del bosque se ensortijaron entre sus piernas y le ataron al lugar en que se hallaba. En ese estado conquistó aquello que consideraba sus verdaderos enemigos –sus pasiones, ambiciones, orgullo y deseos–, convirtiéndose, según los jainistas, en el primer ser humano que realizó moksha o la liberación espiritual. El sol acababa de elevarse por encima de las palmeras, y una temprana neblina matinal seguía envolviendo el lugar. No obstante, ya había una hilera de peregrinos –de lejos parecían criaturas parecidas a hormigas que trepaban por la empinada cuesta rocosa, que a la luz del amanecer parecía de mercurio fundido– que ascendía por los escalones que conducían a la monumental imagen del príncipe de piedra de la cima.
Durante miles de años, esta impresionante estatua de amplios hombros, encerrada en su entramado de enredaderas de piedra, fue el centro de la peregrinación de este Vaticano de los digambaras, o jainistas “vestidos de cielo”. Los monjes digambaras son probablemente los ascetas más severos de toda la India. Muestran su renuncia total del mundo viajando por él totalmente desnudos, tan ligeros como el aire, tal y como lo conciben, y tan despejados como el cielo índico. Claro está, entre los muchos laicos corrientes con lungis y saris que ascienden lentamente los peldaños esculpidos en la pared de granito, hay varios hombres totalmente desnudos: monjes digambaras que se dirigen a honrar a Bahubali. También hay algunas monjas digambaras –o matajis– vestidas de blanco; y fue en un templo a corta distancia de la cima donde vi por primera vez a Prasannamati Mataji.
Ya había reparado en la diminuta, delgada y descalza figura de la monja en su sari blanco subiendo los peldaños por encima de mí al iniciar el ascenso. Trepaba con rapidez, con un recipiente de agua hecho a partir de la cáscara de un coco en una mano, y un abanico de plumas de pavo real en la otra. Según subía iba barriendo delicadamente cada uno de los escalones con el abanico a fin de asegurarse de que no pisaba, hería o mataba a ninguna criatura viva durante su ascenso por la colina: una de las reglas peregrinatorias del muni o asceta jainista. Sólo cuando llegué al Vadegall Basadi, un templo que se levanta justo bajo la cima, acabé alcanzándola, y me fijé en que, a pesar de su cabeza calva, la Mataji era de hecho una mujer sorprendentemente joven y atractiva. Tenía unos grandes ojos bien separados, piel olivácea y un aire de confianza que se expresaba en la vigorosa facilidad con la que movía el cuerpo. Pero al llevar a cabo sus devociones, en su expresión podía adivinarse algo triste y melancólico; y ello, combinado con su inesperada juventud y belleza, le dejaba a uno queriendo saber más acerca de ella.
Mataji se hallaba ocupada con sus oraciones cuando entré en el templo. Tras la tenue penumbra del exterior, el interior parecía totalmente negro, y pasaron varios minutos hasta que mis ojos se adaptaron por completo a la oscuridad. En los puntos cardinales del interior del templo, al principio casi invisibles, se hallaban tres imágenes, de un negro y pulido mármol, de los tirthankaras o liberadores jainistas. Cada uno de ellos fue esculpido en una postura sentada búdica, en virasana samadhi, con la cabeza afeitada y los lóbulos de las orejas alargados. Las manos de cada tirthankara aparecían ahuecadas, y estaban sentados con las piernas cruzadas en la postura del loto, impasibles y con la mirada hacia el interior, abismados en la más profunda introspección y meditación.
Tirthankara significa literalmente “creadores de vados”, y los jainistas creen que estas heroicas figuras ascéticas han mostrando el camino hacia el nirvana, creando un vado espiritual a través de los ríos del sufrimiento y de los bravíos océanos de la existencia y el renacimiento, para así abrir un paso entre el samsara y la liberación. Mataji hizo una reverencia ante cada una de las imágenes. Luego tomó algo de agua del sacerdote auxiliar y la vertió sobre las manos de las estatuas. Esa agua la recogió mediante un recipiente y luego la utilizó para ungir la coronilla de su propia cabeza. Según las creencias jainistas, es bueno y meritorio que los peregrinos expresen su devoción por los tirthankaras, pero no por ello deberán esperar recompensas terrenales: como seres perfeccionados que son, los creadores de vados se han liberado a sí mismos del mundo de los humanos, y por lo tanto no están presentes en las imágenes de la misma manera que, digamos, los hinduistas creen que sus deidades están encarnadas en las imágenes de los templos.
El peregrino puede venerar, alabar, adorar y aprender del ejemplo de los tirthankaras, y pueden usarlos como motivo de concentración en sus meditaciones. Pero como los creadores de vados no están en el mundo, no pueden contestar las oraciones. La relación entre el devoto y el objeto de su devoción sólo discurre en un sentido. En su expresión más pura, el jainismo es casi una religión atea, y las muy veneradas imágenes de los tirthankaras que hay en los templos no implican tanto una presencia divina como una profunda ausencia divina. Me intrigaba la intensa dedicación de Mataji hacia las imágenes, pero como estaba profundamente inmersa en sus oraciones, tuve claro que no era el mejor momento para interrumpirla, y menos para intentar hablar con ella. Desde el templo se dirigió hacia lo alto de la colina para lavar los pies de Bahubali.
Allí murmuró silenciosamente sus oraciones matutinas, al pie de la estatua, haciendo girar el rosario en su mano. Luego dio cinco vueltas al circuito peregrinatorio o parikrama, alrededor del santuario y, con tanta rapidez como había trepado por los escalones, volvió a bajar por ellos, con el abanico de plumas de pavo real moviéndose con rapidez y barriendo todos los escalones que encontrara por delante.
Muy interesante, “los creadores de vados”